MONSEÑOR ROMERO Y LA ESPIRITUALIDAD LAICAL
Publicado por Movimiento Apostólico Seglar el 10 de mayo de 2007 +información-->
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I. La misión de los laicos dentro y fuera de la Iglesia 1. Origen de los laicos Inicialmente, en la Iglesia no existe el concepto de “laico”. En el Nuevo Testamento se habla de discípulos, de cristianos, de fieles o de creyentes, de elegidos, de santos, etc. Se resalta así lo comunitario y la dignidad común de todos. Esto no quita para que desde los comienzos haya discípulos que tienen funciones ministeriales importantes (apóstoles, profetas, maestros, doctores).

La diferencia comienza a establecerse cuando se acentúa el papel y la significación de los ministerios sobre la condición de cristianos. Pero originalmente no fue así: el cristiano sigue siendo un discípulo de Jesús, y el ministro en la Iglesia tiene una clara conciencia de que no es un grupo aparte de los cristianos, sino que participa de la común dignidad cristiana, aunque tiene unas funciones específicas propias: las de su ministerio.

2. Todos son cristianos, pero no todos son ministros

Entonces surge una problemática teológica: ¿cómo designar a los cristianos que no son ministros? ¿Cómo distinguir entre los ministros y los que son cristianos sin más especificaciones ulteriores? Para responder a esta problemática se echa mano del concepto de laico. El término laico tiene un uso pre-cristiano. En la cultura romana se utilizaba para designar a los miembros del pueblo llano, a los que pertenecían al “pueblo”. Laico es un miembro del pueblo (el no dirigente). Este uso del término laico determina su utilización en el cristianismo para designar a los no ministros.

3. Un dualismo que no es cristiano

El concepto laico favorece la idea de que los laicos son hombres y mujeres profanos y los ministros personas consagradas. De esta forma se mete en el cristianismo un dualismo que no es cristiano, ya que lo típicamente cristiano es que todos están consagrados a Dios, que no hay ningún cristiano que tenga una vida profana. Todos son sacerdotes desde el sacerdocio de Cristo, afirma el Nuevo Testamento: Cristo, Señor Pontífice tomado de entre los hombres (Heb 5,1-5), de su nuevo pueblo hizo un reino de sacerdotes para Dios (Ap 1,6; 5,9-10), los bautizados son consagrados para que, por medio de toda obra, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (1 Pe 2, 4-10). Esta visión del sacerdocio común fu cultivada con mucha convicción por Monseñor Romero, quien en el contexto de la ordenación de dos sacerdotes dijo algo que no es habitual escuchar entre la jerarquía, menos en esas circunstancias litúrgicas:

“El personaje principal de esta ceremonia no son los que se van a ordenar, ni el obispo, ni los sacerdotes que presidimos; el personaje central es Cristo, eterno y único sacerdote… Además de la figura central de Cristo, único sacerdote, la figura principal aquí no son nuestros hermanos que se van a ordenar ni nosotros que presidimos, sino ustedes, pueblo sacerdotal… Todos los bautizados, todos los que formamos la Iglesia, religiosos y laicos, somos el pueblo sacerdotal. El eterno sacerdote ha querido hacernos participantes de esa dignidad…” (Homilía 10 de diciembre de 1977).

4. La erosión del sacerdocio común

Con el término laico, se erosiona el sacerdocio común y se margina la importancia del bautismo como consagración a Dios. La consagración por el sacramento del orden tiene sentido siempre que se valore y respete la consagración primera y fundamental de la Iglesia, que es el bautismo. En suma, La historia del laicado es la de la lenta erosión de sus bases teológicas, nunca negadas pero sí relegadas a un segundo plano; es la historia de un progresivo distanciamiento de las líneas de fuerza comunitarias del Nuevo Testamento y de la tradición de los primeros siglos, a favor de una concepción jerarquizante, desigual y clerical. El laicado ha ido perdiendo progresivamente protagonismo eclesial, valoración teológica y funciones ministeriales. La mujer ha sufrido doblemente ese proceso de “depauperización” teológica y práctica por su doble papel femenino y laical que hacen de ella, el prototipo del “pobre” y marginado dentro de la comunidad eclesial.

5. La nueva identidad de los laicos

Hasta el Vaticano II la repuesta usual para definir a los laicos era siempre la misma: un laico es el que no es sacerdote ni religioso. Es decir, se definía al laico no por lo que era, sino por lo que no era. El Concilio, superando interpretaciones precedentes y prevalentemente negativas, abrió una visión positiva de los laicos: afirmó la plena pertenencia de los laicos a la Iglesia. Los laicos se conciben como los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, pertenecen al pueblo de Dios y son partícipes del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo (LG, n. 31, 32).

II. Monseñor Romero y la espiritualidad de los laicos: algunos retos actuales

Esta visión positiva de los laicos planteada inicialmente en el Vaticano II y ampliada después en la Exhortación Apostólica de Juan Pablo Segundo Christifideles Laici (1988); Monseñor Romero la tomó muy en serio y la puso en práctica. No sólo reconocía en los laicos su madurez en la fe y su capacidad creativa y organizativa, sino que los consideró centrales en el quehacer eclesial. Lo dijo de forma muy contundente: ” Lo más grandioso de la Iglesia son ustedes, los que no son sacerdotes ni religiosos, sino que en la entraña del mundo, en el matrimonio, en la profesión, el negocio, en el mercado, en el jornal de cada día, ustedes son los que están llevando el mundo y de ustedes dependen el santificarlo según Dios” (cfr. Homilía 26 de noviembre de 1978). Veamos, desde el pensamiento de Monseñor Romero, cómo el laico puede vivir su espiritualidad con el testimonio de una vida ejemplar, enraizada en Jesús de Nazaret, cuando menos desde tres ámbitos fundamentales de la vida: el modo de ser humanos, la política y la familia.

1. La espiritualidad laical: lo humano animado por el amor y la justicia

Antes de ser cristianos somos seres humanos en el mundo con otros y otras. Esta condición exige de cada uno el sentido de responsabilidad, cuidado, respeto y conocimiento con respecto a cualquier otro ser humano, el deseo de proteger y promover su vida. Exige atender las condiciones ecológicas, sociales y espirituales que permitan la posibilidad de una vida digna. La espiritualidad de un laico (de todo ser humano) es, en principio, la espiritualidad de vivir y convivir como seres humanos, como familia humana. Esto es condición de posibilidad para una vida espiritual cristiana. Así lo consideraba Monseñor Romero: “Antes de ser un cristiano tenemos que ser muy humanos. Quizás porque muchas veces se quiere construir lo cristiano sobre bases falsas humanas, tenemos los falsos hombres y falsos cristianos” (Homilía 31 de diciembre de 1978).

Desde esa condición espiritual de ser muy humanos, esto es, de mantener la actitud de cuidado, compasión, responsabilidad y solidaridad hacia los otros, Monseñor Romero exhortaba a los laicos y laicas a ser devotos de la justicia y del bien común: “Cada uno de nosotros tiene que ser un devoto enardecido de la justicia, de los derechos humanos, de la libertad, de la igualdad, pero mirándolos a la luz de la fe. No hacer el bien por filantropía. Hay muchas agrupaciones que hacen el bien buscando aplausos en la tierra. Lo que busca la Iglesia es llamar a todos a la justicia y al amor fraterno” (Homilía 5 de febrero de 1978).

Jesús de Nazaret vivió con radicalidad este modo de ser humano: compasivo, solidario con los pobres, constructor de justicia y verdad. Y en este modo profundo de ser muy humano hizo presente a Dios. Así lo describe Pedro en los Hechos de los Apóstoles: “Saben que Dios llenó de poder y Espíritu Santo a Jesús de Nazaret, y que Jesús anduvo haciendo bien y sanando a todos los que sufrían bajo el poder del diablo. Esto pudo hacer porque Dios estaba con él” (10,38).

En ese mismo espíritu Leonardo Boff escribe que, tras las experiencias de la vida y destino pascual de Jesús, el proceso que llevó a los apóstoles a la fe puede resumirse en la frase: “Así de humano sólo puede serlo el mismo Dios”. Ignacio Ellacuría hablando de Jesús afirmaba: “Jesús tuvo la justicia para ir hasta el fondo y al mismo tiempo tuvo ojos y entrañas de misericordia para comprender a los seres humanos”. Y conmovido por el modo de ser (humano, cristiano, obispo y salvadoreño) de Monseñor Romero, manifestó: “Con Monseñor Romero, Dios pasó por El Salvador”. Jon Sobrino ha escrito que “los evangelios nos presentan a un Jesús encarnando todo lo que es más humano y simultaneando todo lo que sea humano. Ese Jesús, en sí mismo, no sólo por la noticia que trae, es buena noticia para los seres humanos, al menos para los pobres y sencillos”. Monseñor Romero no sólo vio lo divino en lo humano animado por el amor, sino en algo más difícil: lo humano pobre y despreciado: “Rostro de Cristo entre costales y canastos de cortador. Rostro de Cristo entre torturas y maltratos de las cárceles. Rostro de Cristo muriéndose de hambre en los niños que no tienen qué comer. Rostro de Cristo el necesitado que pide una voz a la Iglesia” (Homilía 26 de noviembre de 1978).

De un laico y una laica cristianos, por tanto, debe esperarse todo lo que debe esperarse de un ser humano con entrañas: misericordia, solidaridad, amor prioritario y práctico a los pobres, subversión de los falsos valores vigentes en la sociedad, fidelidad a los criterios evangélicos de la vida, confianza plena en la bondad de Dios. En una palabra, el reto es vivir lo humano con espíritu de amor y justicia hacia dentro de la Iglesia y hacia fuera de ella.

Hacia dentro, sin duda que se necesita del laico. No por escasez de sacerdotes, sino en razón de su propia vocación como pueblo de Dios. En tal sentido, Monseñor Romero hacía la siguiente exhortación: “Mi llamado pastoral se dirige a ustedes los laicos. Laicos son todos los cristianos bautizados, marcados con la señal de Cristo, pertenecientes al pueblo de Dios, responsables de la historia de la Iglesia porque sobre sus hombros también descansa la responsabilidad pastoral. A ustedes, que en sus hogares como padres de familia, como madres de familia, como jóvenes en el mundo, están viviendo la belleza de esta hora cargada de esperanzas, sean protagonistas de la historia de la Iglesia. Préstenle todos sus brazos, toda su fuerza, todo su corazón” (Homilía 24 de septiembre de (1977).

Pero el laico no debe caer en la tentación de limitarse a las tareas intra-eclesiales como principio y fin de su apostolado. Hacia fuera tiene una tarea necesaria y urgente. Monseñor la señalaba: “La Iglesia de hoy está empeñada también en que los católicos sepan derivar de su espiritualidad cristiana las grandes derivaciones sociales, económicas, políticas, no porque la Iglesia se meta a hacer política, sino porque ella tiene la responsabilidad de señalar a los pueblos y a los hombres los caminos rectos de Dios y denunciar también los caminos torcidos, los atropellos a la dignidad humana, los atropellos a la libertad y a todo eso que es sagrado en el hombre” (Ibid.).

2. Exorcizar el poder: vencer el mal común con el bien común

La bondad o malicia del poder depende en gran parte de su origen y de su uso. Y, ciertamente, no hay forma de intervenir en la política o en la economía, por ejemplo, sin alguna cuota de poder. No ceder a la fatalidad de que la política “siempre” será sucia, siempre será sinónimo de corrupción, siempre será sinónimo de deslealtad, mentira y despilfarro. Transformar esa manera de hacer política (exorcizar) es ordenar la política hacia el bien común (y no hacia intereses de grupo), hacia el cambio social (y no hacia la consolidación del desorden establecido). Cuando el poder se usa para potenciar el poder de todos, tenemos un poder que sirve a la sociedad en lugar de servirse de la sociedad. A esto Monseñor Romero la llamó “la gran política”.

“Esta es la gran política de la Iglesia: el bien común. Y tiene el derecho, por su función moral en el mundo, de denunciar los abusos de la política y de decir al poderoso que no es Dios, que si algo tiene para mandar es porque Dios le ha permitido y, por tanto, tiene que medir sus leyes, sus actuaciones, conforme a la ley del Señor” (Homilía 31 de julio de 1977).

El criterio de legitimidad de la política es la salvaguarda del bien común como condición de posibilidad para garantizar el bien de cada uno. El bien común o interés general es aquel conjunto de bienes que van, desde los recursos naturales, pasando por los estrictamente económicos, hasta llegar a los de carácter ético-político; todos ellos accesibles al mayor número de personas. Pero el bien común es también un límite al uso arbitrario del poder. Monseñor Romero lo expresaba así:

“¿Qué quiere Dios con el poder político? Quiere que esas fuerzas unan moralmente, por una ley sana, las voluntades de todos los ciudadanos al bien común; pero Dios no quiere que se use el poder para atropellar, para golpear a los hombres, para golpear a las ciudades, a los pueblos. Eso es perversión” (Homilía 21 de agosto de 1977).

Exorcizar el poder no sólo es propiciar el bien común, sino también encargarse del mal común. Desenmascarar y desmontar aquellas realidades políticas que pretenden hacerse pasar como bien común, cuando en realidad no son más que sistemas injustos productores de exclusión. Monseñor Romero siguiendo la Doctrina Social de la Iglesia llamó a ese mal común “violencia institucionalizada”:

“En América Latina hay una situación de injusticia. Hay una ‘violencia institucionalizada’. No son palabras marxistas, son palabras católicas, son palabras de Evangelio; porque dondequiera que hay una potencia que oprime a los débiles y no los deja vivir justamente sus derechos, su dignidad humana, allí hay una situación de injusticia…” (Homilía 3 de julio de 1977).

La consecución del bien común y la erradicación del mal común (objetivos de la gran política) dependen, en gran medida, de la participación ciudadana. Poner a producir la creatividad a favor de la justicia era uno de los desafíos que proponía Monseñor Romero a los ciudadanos y ciudadanas:

“Hago un llamado al sector no organizado que hasta ahora se ha mantenido al margen de los acontecimientos políticos, pero que está padeciendo sus consecuencias, para que como recomienda Medellín, actúen a favor de la justicia con los medios que disponen y no sigan pasivos, por temor a los sacrificios y a los riesgos personales que implica toda acción audaz y verdaderamente eficaz. De lo contrario, serían también responsables de la injusticia y sus funestas consecuencias” (Homilía 20 de enero de 1980).

3. Humanizar la realidad de la familia

Si algún cristiano ha de ser experto en sexualidad y en matrimonio, ha de ser, evidentemente el laico. Hoy día se ha rebajado el sentido de la sexualidad hasta despojarla de todo contenido humano, como si fuera un simple fenómeno zoológico o una forma vulgar de entretenimiento y diversión. La humanización del sexo (sexo con espíritu, eros con ágape) y del matrimonio (fundamentado en el amor y en la voluntad de estar juntos) es un campo fundamental de la espiritualidad laical.

La función humanizadora de la familia consiste en ayudar a cada uno de sus miembros a entender, asumir, desarrollar y vivir, aquellos valores que constituyen lo específicamente humano, en su dimensión más positiva y realizante: el cuidado, la responsabilidad, el respeto y el conocimiento del otro.

Estas cuatro actitudes éticas que expresan preocupación activa por la vida y el crecimiento de los que amamos, se ponen en práctica dentro de la familia cuando ésta toma en serio su misión de ser formadora de personas (la puesta en práctica de los valores fundamentales que nos humanizan), educadora en la fe (descubrir que el sentido último de la vida no está en la posesión, el lucro y el egocentrismo, sino en la fraternidad, el amor y la justicia) y promotora del desarrollo (constructoras del bien común). Monseñor Romero con respecto a lo primero dijo: “La familia humana tiene que formar personas (mediante) el vínculo del afecto mutuo, el clima de la confianza, intimidad, respeto y libertad” (Homilía 31 de diciembre de 1978). Respecto a la formación de la fe recordaba que “los esposos cristianos son para sí mismos, para sus hijos y demás familiares, cooperadores de la gracia y testigos de la fe. Son para sus hijos los primeros predicadores de la fe (…) mediante la palabra y el ejemplo (Ibid.). Al referirse a la proyección social de la familia señalaba: “el matrimonio tiene una gran función social, tiene que ser antorcha que ilumina a su alrededor, a otros matrimonios, caminos de otras liberaciones. Tiene que salir del hogar el hombre, la mujer, capaces de promover después en la política, en la sociedad, en los caminos de la justicia, los cambios que son necesarios y que no se harán mientras los hogares se opongan” (Homilía 7 de octubre de 1979).

Se suele reconocer que estas actitudes éticas y cristianas no es habitual que se pongan en práctica con el prójimo, si antes no se aprendieron a ejercitarlas en el hogar. De ahí que la perspectiva cristiana considera que la familia debería ser la escuela de todo humanismo. Monseñor Romero lo formulaba así: “Será tan fácil (lograr cambios sociales) cuando desde la intimidad de cada familia se vayan formando esos niños y esa niñas que no pongan su afán en tener más, sino en ser más, no en atraparlo todo, sino en darse a manos llenas a los demás. Hay que educarse para el amor. No es otra cosa la familia que amar y amar es darse, amar es entregarse al bienestar de todos, es trabajar por la felicidad común” (Ibid.).

Cuando la familia deja de ser formadora de personas (por falta de preparación de los padres, por falta de tiempo, por el desprestigio de algunos padres, etc.), cuando deja de ser educadora de la fe (por falta de evangelización, por el divorcio entre fe y vida, por reducir la fe al devocionismo, etc.), cuando deja de ser cultivadora de proyección social (por el egoísmo personal y familiar, por la asimilación del individualismo, por la falta de solidaridad, etc.); aumentan los conflictos familiares, la paternidad irresponsable, la violencia intrafamiliar, la infidelidad conyugal, el machismo, la discriminación de la mujer, la falta de amor. En este sentido, Monseñor Romero no obviaba los problemas concretos de la familia. Los veía con toda su gravedad, pero sin perder la visión de que es posible otro modo de ser familia:

“¡Cuántos matrimonios en conflicto! ¡Cuántos esposos adúlteros! ¡Cuántos hijos degenerados! ¡Cuánta juventud perdiéndose en el vicio, en vez de alimentarse para el futuro en grandes ideales! ¡Cuántas familias destrozadas! (…) Esta es la imagen de un pueblo al cual se podría acercar Dios (…) y decirle a Moisés nuevamente: un retorno (a los caminos de la felicidad) es lo que se impone” (Homilía 11 de septiembre de 1977).

El reto, en este ámbito, implica hacer de la familia el lugar ideal para llevar a su concreción el amor al prójimo como a sí mismo y, desde ese amor, al amor en la familia humana.

* Carlos Ayala es Director de Radio Ysuca


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