Mártires de una Iglesia perseguida
Publicado por Movimiento Apostólico Seglar el 16 de enero de 2009 +información-->
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Diario EL CORREO, 14 de enero de 2009

Juan José Tamayo director de la cátedra de teología y ciencias de las religiones ‘Ignacio Ellacuría’ de la Universidad Carlos III

La Asociación Pro Derechos Humanos de España (APHE) y el Centro de Justicia y Responsabilidad de San Francisco (CJA, EE UU) presentaron el pasado 13 de noviembre una querella en la Audiencia Nacional contra catorce militares del batallón Atlacatl que participaron en el diseño de la operación de ejecución de seis jesuitas y dos mujeres salvadoreñas hace diecinueve años y contra el entonces presidente de El Salvador, Alfredo cristiani, por encubridorde tan horrendo calculado crimen.

La querella se acogía al principio de Justicia Universal por crímenes de lesa humanidad que no prescriben nunca ni pueden quedar impunes. La decisión de estimarla, hecha pública ayer por la Audiencia Nacional –aunque rechaza inculpar al ex presidente salvadoreño–, supone un paso hacia la esperanza de que aquellos hechos no quedarán impunes, tras los juicios-farsa celebrados en el país centroamericano y tras la ley de amnistía de 1993 que dio el Gobierno de Alfredo Cristiani poco antes de hacerse público el informe de la Comisión de la Verdad y que no permitió la realización de procesos judiciales por los casos de asesinatos y violaciones de los derechos humanos perpetrados entre 1980 y 1992.

Aquel asesinato fue la crónica de una muerte anunciada. ¿Razón? El compromiso de las comunidades cristianas, sacerdotes, religiosos y religiosas en favor de la justicia y de la paz en un país sometido a la injusticia estructural y a la violencia institucionalizada, ambas legitimadas política y militarmente por los Estados Unidos. Pronto empezarían la represión y el martirio. En la campaña electoral de 1977 circularon pasquines con la siguiente leyenda: ‘Haga patria, mate a un cura’.

Ese mismo año fueron asesinados en Aguilares el jesuita Rutilio Grandes y dos campesinos que le acompañaban. ¿Delito? Trabajar por la promoción y la concientización de los campesinos frente a la explotación salvaje a la que eran sometidos por los terratenientes.

Era el comienzo de la persecución contra decenas de sacerdotes, religiosos, religiosas, líderes de comunidades cristianas, asesinados en la cruzada anticomunista para la defensa de la civilización cristiana. Una cruzada que buscaba el apoyo del Papa, quien recibió informes contra Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, a quien se acusaba de apoyar a la guerrilla. «¡Cuidado con el comunismo, que está entrando en la Iglesia católica!», dijo Juan Pablo II a Romero durante la visita que hizo al Vaticano para informar de la persecución de que era objeto la Iglesia católica en su país «¡Santidad, quien persigue a la Iglesia en El Salvador no es el comunismo sino los gobernantes cristianos!», le respondió Romero. En otra visita el Papa le pidió: «Trate de estar de acuerdo con el Gobierno». La reacción de Romero fue de desolación: «El Papa no me ha entendido, no puede entender, porque El Salvador no es Polonia».

El 24 de marzo de 1980 fue asesinado monseñor Romero mientras celebraba la eucaristía en la capilla de un pequeño hospital de la ciudad por orden del mayor Roberto d’ Abuisson, dirigente del partido ARENA, acusado de crímenes de lesa humanidad e identificado por la Comisión de la Verdad de las Naciones como uno de los líderes de los Escuadrones de la Muerte. El domingo anterior el arzobispo salvadoreño había pedido a los militares que cesara la represión y que no dispararan contra sus hermanos. Monseñor Romero se había convertido al Dios de los pobres ante el cadáver de Rutilio Grande y era la conciencia crítica y la voz profética que denunciaba la represión llevada a cabo por el Ejército con el apoyo del Gobierno presidido por el político demócrata-cristiano Napoleón Duarte contra poblaciones enteras, que caían inermes bajo el impacto de las balas militares salvadoreño-estadounidenses.

En diciembre de 1980 fueron secuestradas, violadas y asesinadas por miembros de la Guardia Nacional las misioneras estadounidenses Ita Ford, Maura Clarke, Dorothy Kazel y Jean Donovan. ¿Reacción de Estados Unidos? Suspender la ayuda militar al Gobierno militar para reanudarla un mes después. La embajadora en Naciones Unidas acusó a sus compatriotas de estar implicadas en actividades subversivas contra el Ejecutivo salvadoreño.

Por esas mismas fechas la Universidad Centroamericana ‘José Simeón Cañas’ (UCA), dirigida por los jesuitas, iniciaba una nueva andadura bajo el signo de la opción por los pobres con el objetivo de iluminar y transformar la sociedad desde una pedagogía de la liberación. «La Universidad –dijo Ignacio Ellacuría, rector de la UCA cuando recibió el doctorado ‘honoris causa’ en la Universidad de Santa Clara, California, en 1982– debe encarnarse entre los pobres intelectualmente para ser ciencia de los que no tienen ciencia, la voz ilustrada de los que no tienen voz, el respaldo intelectual de los que en su misma realidad tienen la verdad y la razón, aunque sea a veces a modo de despojo». En un mundo donde reinan la falsedad, la injusticia y la represión, proseguía, una universidad así «no puede menos de verse perseguida». El acto de barbarie que conmocionó al mundo entero se consumó la noche del 16 de noviembre de 1989 con la ejecución de ocho personas de la Universidad Centroamericana ‘José Simeón Cañas’ (UCA). Seis eran jesuitas: Ignacio Ellacuría, rector de la Universidad, filósofo y teólogo de la liberación; Ignacio Martín-Baró, profesor de psicología social, vicerrector de postgrado y director del Instituto de la Opinión Pública; Segundo Montes, estudioso de la situación social de los desplazados salvadoreños en Centroamérica y EE UU y fundador del Instituto de Derechos Humanos de la UCA; Joaquín María López, fundador de la UCA y director de la obra latinoamericana de promoción social ‘Fe y Alegría’; Amando López, teólogo y formador de sacerdotes; Juan Ramón Moreno, director de ejercicios espirituales de San Ignacio y alfabetizador en Nicaragua. Dos eran mujeres: Elba Ramos, que trabajaba en la residencia de los jesuitas, y Celina, su hija de quince años. Cinco de ellos eran españoles y tres salvadoreños, personas pacíficas todas ellas que trabajaban por la reconciliación y la justicia en su país. Unos días antes la UCA había sido objeto de un cuidadoso registro. La tarde anterior a la matanza una vecina había oído decir a un soldado: «Esta noche vamos a matar a Ellacuría y a todos esos hijos de puta que están ahí dentro». La mujer no dio crédito a tales afirmaciones por considerarlas bravuconadas soldadescas.

Durante al menos tres lustros la Iglesia de los pobres en El Salvador fue una Iglesia perseguida, y los líderes de comunidades, sacerdotes, religiosos, religiosas asesinados deben ser considerados mártires porque murieron por dar testimonio de la fe cristiana a través de la lucha por la justicia. Sin embargo, ni la jerarquía católica salvadoreña ni el Vaticano los reconocen como tales. Peor aún, los jesuitas asesinados fueron acusados por la propia institución eclesiástica de haberse alejado de su misión evangelizadora y de ser políticamente subversivos. La jerarquía católica no ha dado un solo paso para su rehabilitación. A esto cabe añadir que las actuaciones judiciales que se han sucedido hasta ahora han fracasado y que la Ley de Amnistía de 1993 fue en realidad una ley de impunidad. La decisión de la Audiencia Nacional da aliento a quienes, con la presentación de la querella, pretenden reavivar la memoria histórica, rehabilitar, reparar y hacer justicia a ocho víctimas inocentes que no pueden caer en el olvido.

J. J. Tamayo es autor de ‘Para comprender la Teología de la Liberación’ (EVD, Estella, 2008). En esta obra hace un estudio sobre la personalidad y la obra filosófica y teológica de Ignacio Ellacuría.


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